Uno de los desafíos de nuestro paso por el mundo es encontrar nuestra propia voz. No se trata de ser rebeldes, eso es oponerse a las voces ajenas y, a veces, nos distrae de nuestro camino. Es encontrar nuestra voz, la que no necesitamos gritar porque todo de nosotros, desde nuestras actitudes hasta nuestra manera de vivir, habla de ella. Nuestra presencia se vuelve silenciosa, pero contundente.

Y encontrarla lleva, al menos en los primeros tiempos, la sensación de que no encajamos en nuestro entorno y la idea de que somos raros. Creo que, en mi caso, desde niño supe que tenía, como todos, un destino personal y una manera de vivirlo. Pero demoré en hacer las paces con eso. Me sentía torpe, desaprobado. Que algo estaba mal si yo estaba bien conmigo. Con la madurez fue que llegó la paz a esa libertad temprana.

Por mi experiencia de compartir con tantas historias de vida, veo que la mayoría pierde el contacto con su esencia y no es hasta que sienten un profundo vacío que nada puede llenar, sino ellos mismos, que se responden a una pregunta simple, pero trascendente: ¿estoy viviendo mi vida? Sobre todo las dos últimas palabras: “mi vida”. Porque puede que estemos viviendo la historia de alguien, de lo que debemos, de lo que se espera o viviendo en automático, pero incluso a eso no deberíamos llamarle vida, sino apenas sobrevivir.

Cuando nos animamos a mirarnos y hacemos las paces con esa libertad de ser quienes somos, es que comenzamos a disfrutar más, lo diferente deja de ser una amenaza, entendemos a quien no nos entiende y recibimos cualquier desaprobación como una forma de reconocer que estamos siendo auténticos.

Julio.

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