Ella es mi abuela Anita y en sus brazos estoy yo. Ella tendría 124 años, fue madre sobre los 50 y abuela cerca de los 80. Vivió conmigo hasta dejar este mundo y fue la gestora de mucho de lo que hoy soy.

Como los abuelos han dejado de lado la ansiedad de los padres, pueden ser más flexibles, divertidos y permisivos. Nos aman igual que los padres, pero hay menos miedos y más tiempo, dos cosas necesarias para cualquier relación. Y a ellos se les hace más fácil. Mi abuela me veía grande, aun cuando era muy pequeño. Me dejaba, en sus espacios, jugar sin prejuicios. Ella fue creando un mundo que cuidaba para que yo pudiera respirar libertad.

Cuando miro hacia atrás, la veo a ella. Y sé que sigue estando de mil maneras. La he encontrado en el rostro de las mujeres que trabajan para sacar adelante una familia, como ella lo hizo. En el olor a pan casero, en las hierbas del jardín para el té de cada día, en la valentía de los que se animan a hacer lo que sienten, más allá del prejuicio de la edad, o en quienes demuestran educación sin haber pisado una escuela.

Cuidemos a los abuelos y démosles el espacio que se merecen. No solo por ellos, sino por nosotros. Aunque las heridas de sus vidas nos pongan barreras, tengamos los brazos abiertos para recibirlos. Sus manos nos pueden llevar al cielo en un instante.

Julio.

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