En nuestras sombras.

En la parte de nuestra personalidad que no nos gusta y por eso no queremos mostrar. La censuramos porque pensamos que, si la dejamos ver, mostrándonos auténticos, tal cual somos, no nos van a querer. Sostenemos este juicio a nosotros mismos porque quizás lo hayamos escuchado alguna vez y, como nos produjo tanto temor, no podemos, literalmente, “sacarlo de la cabeza”.

Ese “error” que no queremos mostrar, nos consume mucha energía… ¡Muchísima! Pensamos en estrategias para que no se note, para que nadie pregunte, para evitar dejarlo salir. Y como lo reprimimos, estamos obligados a verlo en los demás. Y así comenzamos a gastar aún más energía, la poca que nos queda, para enojarnos, criticar a otros y obligarlos a cambiar aquello con lo que nosotros mismos no hemos podido lidiar.

Es sombra es lo que no somos, pero que creemos que es verdad. Son nuestros fantasmas, porque los fantasmas solo pueden ser reales en la oscuridad, en la sombra.

Pero un día estalla una chispa de nuestra conciencia y esa pequeña luz alcanzará para, al menos, poder mirar de frente al fantasma y darnos cuenta que solo era eso… Una sombra.

En las historias de familia.

Nacer en un ambiente familiar implica el mayor reto espiritual. Por un lado, tratar de marcar nuestra individualidad entre todos y, por el otro, sentirnos parte de un grupo. Y con tremenda tarea, si el ego no es asistido por el espíritu, se pierde. Y al perderse, sufre.

Sucede que aun cuando el tiempo ha pasado, nuestra mente sigue anclada en los eventos más traumáticos que hayamos vivido en nuestras relaciones familiares o con aquellas personas cercanas con las que hayamos compartido más tiempo o hayamos abierto nuestro corazón.

Diría que lo traumático nunca es lo que sucede, sino cómo lo percibimos. La mayoría de nuestras anclas en el pasado están en momentos en que hemos abierto nuestro corazón y nos sentimos defraudados. Por nuestros padres, por una maestra, por la pareja, por un hermano, por la abuela, por alguien que no necesariamente nos falló, pero que, en nuestra historia, la que narramos en nuestra mente, creemos que lo hizo.

Cuando esto sucede, volvamos al momento en que sucedieron los hechos y démosle una mirada más objetiva, menos cargada de emociones. Y la conclusión siempre será la misma: en ese momento, con esas circunstancias, ninguno de los que formaron parte de ese evento podrían haber hecho nada diferente de lo que hicieron.

Ponerse en los zapatos del otro es un paso simple, básico y muy efectivo para dejar de contarnos historias que nos duelen y nos entretienen tanto, que no dejan que mejores historias puedan manifestarse en el presente.

En las relaciones.

Hay personas que nos llevan nuestra atención, aun cuando ya no formen parte de nuestra vida.

Mientras caminamos, mientras conducimos, al hablar con otros, al ver una película, antes de irnos a dormir y también cuando nos acabamos de despertar por la mañana, puede haber una persona a la que le dediquemos gran parte de nuestros pensamientos. Una persona que nos preocupa, que deseamos, que cambie, que queremos que se vaya o que regrese. En definitiva, una persona a la que le hemos confiado la responsabilidad de amarnos para sentirnos valiosos y queridos.

Y como ésta es una tarea imposible, porque aun cuando el otro nos ame, es nuestro propio amor lo que nos estamos pidiendo descontroladamente. Ocupamos nuestra mente creando estrategias para manipularla, para convencerla, cambiarla o seducirla. Y en eso perdemos nuestra conexión con nosotros mismos.

Para quitar la atención mental obsesiva en las personas con las que nos relacionamos, deberíamos hacer una lista con todo aquello que le pedimos al otro, lo que estamos esperando de él. Y comenzar, punto por punto, a dárnoslo. ¿Pido atención? Me la doy. ¿Pido compresión? La tengo conmigo. ¿Necesito que me quieran? Comienzo por aceptarme.

Y, suavemente, la mente dejará de ser el centro de control de nuestras relaciones, para, al fin, poder llevarlas al corazón.

En las responsabilidades.

Hay una creencia muy común y es que al preocuparnos por algo estamos realmente siendo responsables o haciendo algo.

La preocupación es mental. Ocurre en el nivel del pensamiento, pero, en realidad, no estamos haciendo nada. Bueno, en realidad ¡estamos haciendo mucho! Porque estamos ocupando toda la energía que necesitamos para ser creativos y ver posibilidades, para perderla haciendo exactamente lo opuesto. No hacemos nada por salir de donde estamos, pero todo lo posible por seguir enterrándonos en ese hueco.

No hay sugerencia posible para enfrentar la preocupación, porque suele ser tan lógica, con unos recursos mentales tan bien sostenidos y con emociones tan conocidas, que enfrentarse a ella es como hacerlo a un dragón. Pero todo dragón tiene su lado sensible. Y es allí por donde podemos entrar.

He comprobado que nada mejor que la ignorancia para despistar y finalmente hacer que el enemigo se rinda. Ignorar no significa quedarnos de brazos cruzados mirando con aires de indiferencia. Esto lo hemos probado y no funciona. “No me voy a preocupar por esto” es una frase que adormece a la mente por un momento, pero que cuando despierta viene recargada.

Ignorar, en realidad, es poner nuestra energía en otra cosa. Y hay una estrategia con la que la mente no puede luchar y es la experiencia. La mente se queda sin recursos cuando dice lo opuesto a lo que estamos viviendo. Ella me puede decir que no lo puedo hacer, pero en cuanto comienzo a hacerlo, la evidencia es tan fuerte que el dragón se queda sin fuerzas. Mete su cabeza entre las piernas y se va deshaciendo. Desaparece, tal como corresponde a toda ilusión, porque está en su naturaleza.

La acción mata al miedo. Por eso, ante la preocupación, hagamos lo que podemos hacer, lo que sea más simple, lo más fácil, lo que tengamos a mano, pero hagamos algo. Y hagámoslo ya.

Definitivamente la acción mata el miedo. O al menos lo envenena.

Del libro “Silencio, vivir en el espíritu”

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