Cuando escucho hablar del propósito en la vida, muchas veces la conversación gira alrededor de lo que hacemos, de lo que haremos o lo que soñamos hacer pero lo vemos lejano o imposible. Pocas veces lo relacionamos con lo que somos, lo que realmente somos.

Si pudiera resumir un propósito en común entre todos quienes habitamos este planeta sería animarnos a ser nosotros mismos. Conocernos, confiar en lo que sentimos e intuimos y poner nuestro destino personal en función de eso. No significa que dejemos de lado las profesiones, las vocaciones o los proyectos personales, pero éstos ocurrirán de manera espontánea en la medida que revelemos nuestra verdadera identidad, no por lo que hacemos, sino por lo que somos. Lo que realmente somos.

Entiendo que a veces nos resulta complejo encontrar una respuesta a la pregunta “¿quién soy?“. Algunos nos vamos definiendo cuando descubrimos lo que no somos, lo que no nos representa, lo que no se parece a nosotros. Y ese camino se hace andando, por lo que las experiencias, y especialmente los errores, se convierten en regalos reveladores. También hay quienes nunca negociaron lo que sentían propio sobre lo que los demás parecían imponerle. Pero esto es más común en recientes generaciones. A la mayoría, nos ha tocado darnos cuenta por prueba y error.

Generalmente, cada tanto miramos hacia atrás para reconocer lo que hemos sumado y lo que aprendimos en el último tiempo. En esa mirada, pongamos especial atención a todo lo que nos ha acercado a nosotros. Los Si y los No que han ido ordenando nuestro camino. Y con esa claridad tomemos el compromiso de ir atentos a lo que sucede y a lo que sentimos con lo que nos suceda, para no negociar, por nada ni nadie, lo que nuestra alma escribió como destino.

La autenticidad es nuestro propósito de vida, porque nadie más podrá hacer lo que vinimos a ofrecer al mundo. Mirarnos, elegir desde el corazón, apostar por lo que sentimos verdadero y entregarnos a nuestro destino. Que la personalidad haga su parte, pero que el alma sea su guía.